jueves, 22 de agosto de 2013

El necesario mal de tener escoltas

Por: Carolina Cortés Jiménez

“Por un momento te detienes a mirar atrás y ves a dos personas paradas junto a ti, no sabes si sentirte aliviado de tenerlas o te dan ganas de gritarles que te dejen en paz”. Así es la vida de Sebastián* quien a sus 22 años no conoce la vida sin guardaespaldas,  y nunca ha podido ejercer su autonomía porque cada paso que da, por pequeño que parezca, debe ser consultado, planeado y controlado.

Esquema de seguridad 

La violencia que ha marcado al país en las últimas décadas deja como resultado, según cifras oficiales, cerca de 42.000 desaparecidos entre los que se encuentran personas con funciones públicas, políticas, sociales o humanitarias. El gobierno creó en el año 2011 la Unidad Nacional de Protección, que se encarga de la defensa, apoyo y prevención de individuos y comunidades que ven amenazados sus derechos a la vida, la integridad, la libertad o la seguridad.

La UNP invierte más de 40 mil millones de pesos anuales para proveer estrictos esquemas de seguridad que implican cambios en las rutinas diarias de los beneficiarios (políticos, sindicalistas, periodistas, defensores de Derechos Humanos, etc.), perdiendo la libertad de escoger a qué hora se sale de la casa o del trabajo, las rutas que se toman para desplazarse y  los sitios a visitar.

Alberto Vanegas, director del Departamento de Derechos Humanos de la Central Unitaria de Trabajadores de Colombia, solicitó hace 12 años protección al gobierno para continuar desempeñando sus funciones. “Es una forma de vida con la que hay que convivir. La prioridad es reducir los riesgos que hay, porque las consecuencias de perdida de la movilidad y la privacidad no se comparan con los 222 sindicalistas desaparecidos que ha dejado la crisis humanitaria del país”. 

Las actividades cotidianas de su familia han pasado por un proceso de adaptación en el que ni siquiera comprar la leche es un acto sencillo. Siempre van al mercado acompañados por dos escoltas; deben planear cada una de sus salidas y escoger detenidamente los sitios a los que acuden, revisando las amenazas que se pueden presentar y la seguridad que les puede brindar; no han cambiado de empleada del servicio domestico en años y usan un carro diferente cada semana. Marcela Zuluaga, esposa de Alberto, piensa en “cómo sería salir sin angustias, sin depender de otras personas, porque en este país la gente cree que lo normal es tener a alguien que lo cuide a uno siempre, cuando lo normal es poder salir uno solo”.

Incluso para los guardaespaldas la rutina es complicada, con jornadas extenuantes y sin horarios fijos, en la que  deben preocuparse por cada detalle de lo que ocurre a su alrededor. Aprenden a vivir vidas que no son de ellos, en un mundo en el que parecen ser las sombras de individuos que pierden su libertad. Alberto recuerda que en uno de sus viajes “el samario”, uno de sus escoltas, aprovechó para reunirse con su esposa sin autorización de la empresa de seguridad, era un momento en el que sus servicios no eran necesarios, pero igual perdió su puesto por alejarse de su protegido.

Manuel Vicente Jiménez, ex gobernador de Córdoba, afirma que “la idea general que tiene el ‘público’ es que un personaje con escolta es traqueto o mafioso, una personalidad del gobierno o un político” y en cualquiera de los casos se genera una imagen de rechazo e imposibilita una vida normal. “Son siete días a la semana, 24 horas al día sin lugar para los secretos. Para todo hay que pedir permiso, no hay reuniones esporádicas con los amigos lo que genera distancia con ellos, muchas veces insalvable”.

Sebastián, Alberto y Manuel viven una vida impuesta, que tuvieron que aceptar como un mal necesario, en la que perdieron su libertad para poder convivir con los riesgos que corren por sus oficios y a la que no logran acostumbrarse del todo.

El nombre fue cambiado por cuestiones seguridad. 


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